VOLVER A ESCRIBIR
La vida empieza de nuevo con mi lápiz en mano y una hoja en blanco ante mis ojos.
Y de nuevo, ante mí una hoja en blanco, impoluta. No forma parte de mi diario personal puesto que es una hoja solitaria encima de la mesa.
Cojo el bolígrafo, siempre predispuesto a dejar su huella imborrable. Si tachas es porque lo que ibas a escribir no quieres que sea leído. Lo sé seguro. No es un error, es sencillamente censurarse.
La primera palabra, “Y”. Como si antes ya hubiera escrito, como si fuera la continuación de un pasado ya vivido, ya explicado; pero en realidad sólo es una manera fácil y novata de dejarse llevar y empezar a escribir.
Sonrío porque sé que esa “Y” me dice que hoy no toca hablar de mí, que hoy no hay cartas sentimentales que redactar. Eso quiere decir que no hay mal de amores, tampoco enfados o malentendidos con amigas o con mamá.
Esa forma tan genuina nuestra, de madre e hija, de resolver nuestras cosas. No es cobardía, creo que no. Las cartas nos dan siempre la opción de hablar sin tapujos. De no sentirnos juzgados por unos ojos expectantes, de no callarnos por unos gestos malinterpretados, unas muecas de desidia. O de no sentirnos vulnerables cuando el nudo en la garganta crece y sólo puede ser liberado a través de unas lágrimas que no queremos que sean vistas.
La confianza de que las cartas serán leídas, la incertidumbre de los sentimientos que despertará en ella y las consecuencias, forman parte de ese trajín de idas y venidas de cartas que sólo esperan solucionar pequeños conflictos.
El boli no pinta ¡Mierda! Busco otro, pero ninguno me apetece. Uno porque es de tinta negra, otro porque tiene la punta muy fina, otro porque el azul es horrible… En eso reconozco que soy muy maniática.
Y entonces lo veo. Entre mil rotuladores de colores llamativos se esconde un lápiz. El lápiz. Los más cultos le llaman portaminas, para mí es el lápiz de minas. Mi lápiz, que tantas veces ha sido mi compañero de viaje literario.
Hace años lo abandoné, como hice con el escribir a mano. No escribía nada, porque quizás ya nada me importaba. En mi mochila ya no paseaba ningún pequeño cuaderno en el que refugiarme durante las horas muertas, ni para cuando sentía la necesidad de dejarme llevar por las palabras o , incluso, anotar una frases dicha digna de ser tener un espacio en algún escrito mío. Como aquel consejo lapidario que escuché una vez: “escapa”. No recuerdo el contexto, pero era importante guardarlo en la memoria, porque decía mucho en una sola palabra. Porque en algún momento, sabía, lo tenía clarísimo, esa palabra me llevaría a escribir algo. ¿El qué? No lo sé, pero ahí estaba. ESCAPA.
Y eso hice en realidad cuando me olvidé de escribir, cuando dejé de recordar la plenitud que sentía mientras creaba sin parar, sin pensar. Horas de bar sentada con un cortado y mi cuaderno lleno de líneas perfectas que no paraban de encadenar palabras.
Olvidarme de la lección y aprovechar un trozo en blanco del libro de texto para dejarme llevar por la creatividad escrita. ¡Era tan fácil!
Sonrío. Cojo el lápiz. Sólo espero que no esté lleno de minas baratas que se rompen al primer trazo. Ojalá sean mminas de las buenas, como las que usaba para escribir retales de novelas jamás terminadas.
¿Por qué no? Volver a escribir con ese lápiz. Pienso que seguro que mi letra no será igual, pero también sé seguro que será más bonita porque escribiré más lento. Que podré hacer letra en negrita si aprieto un poco más, forzando un trazo seguro, contundente. Y sé también que, si quiero, podré borrar y lo que haya escrito y borrado, jamás habrá existido.
Está claro. Toca escribir un borrador. El borrador que me permita llegar a mi interior, que me desnude y me libere de capas y más capas de disimulo, para mostrarme quién soy, qué siento, qué sufro, qué me duele, qué me ha herido… Y darme alas para andar con la cabeza bien alta, orgullosa de ser quien soy y ser como soy.